Hoy cumple años el tipo que me enseñó, sin saberlo, que algunas personas no son heridas: son advertencias.
Que hay amores que no llegan a ser amor, pero igual dejan marcas como si lo hubieran intentado.
Él me dijo “te quiero” cuando yo tenía catorce y todavía confundía silencio con poder.
Hoy sé que no fue poder: fue cobardía. La mía.
Pero el tiempo tiene un sentido del humor particular, y cuando él volvió
con el pecho inflado de adultez y palabras lindas, fue su turno de
desaparecer.
Un gesto limpio, quirúrgico, casi elegante en su crueldad.
Copió mi error adolescente y me lo devolvió con intereses.
A veces pienso que ésa fue la única sincronía real entre nosotros: la capacidad de romper sin avisar.
Hoy es su cumpleaños. No voy a fingir ternura.
Le deseo lo que me deseo a mí: que deje de caminar por la vida creyéndose misterio
cuando en realidad solo es un laberinto mal diseñado.
Que aprenda a quedarse, o al menos a no prometerlo.
Y que algún día entienda que desaparecer no lo convierte en profundo, solo en predecible.
Yo crecí. Él también, supongo. Pero algunos crecen hacia adentro,
haciéndose cargo; otros crecen hacia afuera, llenándose de máscaras.
A él le deseo una cosa simple y sincera: que su próxima víctima tenga más suerte que yo.
Y que sus fantasmas —incluyéndome— le soplen las velas con la misma fuerza
con la que él sopló nuestras historias.
Feliz cumpleaños. Que la vida te devuelva todo lo que dejaste a la mitad. Incluido esto.