Logré cosas importantes después de que me rompiste el corazón.
Conseguí trabajo. Me recibí. Alcancé metas que durante mucho tiempo parecían lejanas.
Desde afuera, todo parece indicar que “salí adelante”.
Y es verdad… en parte.
Porque mientras mi vida avanzaba —con entregas, entrevistas, títulos y logros—
vos seguías apareciendo en los lugares menos productivos del día:
en el silencio, en el cansancio, en esa tristeza que no pide permiso.
Aprendí que el progreso no siempre viene acompañado de alivio emocional.
Que una puede cumplir objetivos con el corazón todavía lastimado.
Que el dolor no invalida los logros, pero tampoco desaparece solo porque todo “está bien”.
Durante mucho tiempo creí que sanar era olvidar,
que crecer era dejar de sentir,
que alcanzar metas iba a tapar lo que dolía.
No fue así.
Avancé igual. Con miedo, con nostalgia, con preguntas sin responder.
Me levanté igual los días que no tenía ganas. Celebré igual, aunque a veces me faltara alguien para compartirlo.
Y eso también es una forma de fortaleza, aunque no sea la que se muestra en Instagram.
Hoy entiendo que puedo estar orgullosa de lo que construí y al mismo tiempo aceptar que todavía me duele lo que perdí.
Que no es contradicción: es complejidad emocional.
No todo lo que termina mal nos frena.
Pero tampoco todo lo que logramos nos cura.
Seguí creciendo, sí. Pero no indemne.
Seguí adelante… con el corazón un poco roto, y aun así, latiendo.