miércoles, 29 de octubre de 2025

Los fantasmas que siempre fuimos.

Tenía catorce años y el mundo todavía era un borrador.
No sabía nada del amor, pero creía que ignorar un mensaje
podía hacerme sentir más grande.
Él me dijo que me quería, como se dice algo que no se entiende del todo,
pero igual se siente enorme.
Yo lo dejé en visto,
porque no sabía qué hacer con algo tan luminoso.

No fue crueldad. Fue miedo, torpeza,
una especie de pudor adolescente frente a lo real.
Como si las palabras pudieran mancharme.
Como si aceptar cariño fuera un examen que no había estudiado.

Pasaron los años.
Cada uno siguió su propia ruta,
esas que el tiempo dibuja con cruces que después parecen destino.
Y un día, mucho después,
cuando ya había aprendido a decir lo que siento
con la voz entera y no con los dedos,
me escribió de nuevo.

Su voz sonaba distinta, más segura,
como si el tiempo también le hubiera ensanchado el pecho.
Me habló del pasado con ternura,
como si todo lo que dolió ahora pudiera tener gracia.
Yo, por primera vez, no tuve miedo.
Y justo cuando pensé que el universo me estaba devolviendo algo,
desapareció.

Así, sin ruido, sin drama.
Como si hubiera tomado prestado mi gesto de entonces
y me lo devolviera multiplicado.

Me quedé mirando el chat vacío,
la última conexión,
esa pequeña tumba digital donde los fantasmas se acomodan.
Y entendí que el karma no siempre llega en catástrofes:
a veces llega en forma de silencio.

A los catorce lo hice sin saber.
Él, de grande, lo hizo sabiendo.
Y entre ambos silencios
quedó flotando una verdad simple:
no todos los fantasmas son ajenos,
algunos los creamos nosotros,
y vuelven cuando ya no recordamos sus nombres.

sábado, 25 de octubre de 2025

El caballero que solo existía en mi cuento.

No sé en qué momento empecé a ver a Alex distinto.

No fue de golpe, no fue un flechazo. Fue más como cuando una habitación se va llenando de luz sin que te des cuenta, hasta que mirás y ya está iluminada.

Yo hablaba de él con una mezcla de ternura y admiración, como si fuera una persona extraordinaria. Pero no lo era.

No en el sentido clásico, al menos.

No tenía títulos, ni dinero, ni carisma de película. Era un pibe común. Y, sin embargo, para mí era todo eso y más.

Mi mejor amigo me lo dijo una vez, casi con pena:

“Lo ves como si fuera alguien que no existe.”

Y creo que tenía razón. Yo lo veía como quería verlo. Como necesitaba verlo.

Como si cocinarme cuando estaba enferma o acompañarme a pintar un departamento fueran pruebas secretas de amor. Pero claro, yo no veía los gestos; veía significados. Leía entre líneas donde no había texto.

Me inventé un Alex que nunca existió, y me enamoré de él con toda la fuerza de alguien que no sabe todavía cómo no hacerlo. Cuando todo se cayó, no dolió solo perderlo.

Dolió darme cuenta de que esa versión idealizada era mía. Que el tipo que yo veía no existía fuera de mí.

Y que toda esa historia que me conté —la de una persona que aparecía a cuidarme, que me miraba con algo más que deseo— era solo eso: una historia.

A veces me pregunto si él lo sabía. Si se daba cuenta de que yo lo estaba mirando con los ojos de alguien que quiere creer.

Y si por eso nunca me dijo la verdad, para no tener que romper esa imagen.

Hoy puedo reírme un poco. De mi romanticismo tonto, de mi manera de proyectar mundos sobre personas comunes.

Pero todavía hay una parte de mí que lo recuerda así, como aquel Alex inventado que existía solo en mi cabeza. Y que, aunque no fuera real, me hizo sentir algo que sí lo fue.

Seguí adelante, pero no indemne.

Logré cosas importantes después de que me rompiste el corazón. Conseguí trabajo. Me recibí. Alcancé metas que durante mucho tiempo parecían...