Tenía catorce años y el mundo todavía era un borrador.
No sabía nada del amor, pero creía que ignorar un mensaje
podía hacerme sentir más grande.
Él me dijo que me quería, como se dice algo que no se entiende del todo,
pero igual se siente enorme.
Yo lo dejé en visto,
porque no sabía qué hacer con algo tan luminoso.
No fue crueldad. Fue miedo, torpeza,
una especie de pudor adolescente frente a lo real.
Como si las palabras pudieran mancharme.
Como si aceptar cariño fuera un examen que no había estudiado.
Pasaron los años.
Cada uno siguió su propia ruta,
esas que el tiempo dibuja con cruces que después parecen destino.
Y un día, mucho después,
cuando ya había aprendido a decir lo que siento
con la voz entera y no con los dedos,
me escribió de nuevo.
Su voz sonaba distinta, más segura,
como si el tiempo también le hubiera ensanchado el pecho.
Me habló del pasado con ternura,
como si todo lo que dolió ahora pudiera tener gracia.
Yo, por primera vez, no tuve miedo.
Y justo cuando pensé que el universo me estaba devolviendo algo,
desapareció.
Así, sin ruido, sin drama.
Como si hubiera tomado prestado mi gesto de entonces
y me lo devolviera multiplicado.
Me quedé mirando el chat vacío,
la última conexión,
esa pequeña tumba digital donde los fantasmas se acomodan.
Y entendí que el karma no siempre llega en catástrofes:
a veces llega en forma de silencio.
A los catorce lo hice sin saber.
Él, de grande, lo hizo sabiendo.
Y entre ambos silencios
quedó flotando una verdad simple:
no todos los fantasmas son ajenos,
algunos los creamos nosotros,
y vuelven cuando ya no recordamos sus nombres.
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