sábado, 27 de diciembre de 2025

Bon o Bon

Cuando era chica había una especie de ritual secreto, casi místico, que nadie sabía muy bien de dónde venía pero todas respetábamos. Agarrabas el envoltorio del Bon o Bon, lo estirabas con cuidado y pensabas en esa persona. Después venía la prueba: una aguja clavada justo en el centro.

Si la aguja caía en el medio del corazón dibujado en la envoltura, el veredicto era claro y devastador: no te amaba.

Así, sin anestesia.

La vida sentimental resuelta por un papelito dorado y una aguja de costura.

Hoy tengo 33 años. Hoy me comí un Bon o Bon. Pensaba en Alex.

Y el envoltorio se rompió antes de siquiera poder intentar la misteriosa prueba.

No hubo aguja. No hubo señal. No hubo corazón donde clavar nada.

Y me quedé pensando que tal vez eso también dice algo.

Que de chica necesitaba rituales para entender el amor, porque no tenía herramientas, ni palabras, ni experiencia. Necesitaba que un objeto externo me diga lo que yo no podía soportar sentir sola.

Hoy el envoltorio no resiste. Se rompe.

Como se rompen las certezas simples. Como se rompen las historias que no eran. Como se rompen algunas ilusiones que ya no tienen dónde apoyarse.

Tal vez crecer sea eso: aceptar que no siempre hay una prueba, que no todo tiene señal clara, que muchas veces el amor no se define con un sí o un no… sino con silencios, con ausencias, con gestos incompletos.

O tal vez crecer sea entender que ya no necesito clavar agujas en ningún lado para saber cuando alguien no me ama.

A veces el envoltorio se rompe solo. Y eso también es una respuesta.

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