Cuando el ladrillo que se cae es el que sostiene la pared, ya no hay nada que hacer. Solo sentarse a esperar. A mí, un día, se me cayeron unos de los de abajo. Los que me sostenían. Los que me nombraban.
Vi desmoronarse mi vida en segundos. Esos segundos violentos que no dan tiempo a nada, como cuando entra agua a tu casa y no hay baldes que resuelvan el quilombo. Tenés que esperar que las olas bajen solas. Lo que pasa en el medio, te lo regalo. No es que veas destruirse tu mundo. No, no lo ves. Lo sentís, y sabes lo que viene después.
A mí se me cayeron los ladrillos. Se me inundó la casa. Cómo todas las catástrofes, no la vi venir. Me atacó por la espalda y me vacío entera. Me dejó sin lugar donde caerme muerta. No ví puertas, ni siquiera una puta ventana. Lo único que se salvó fui yo, y sola conmigo, tuve que salir otra vez. No sé trata de vivir o morir. No. Se trata de como iba a aguantar.
Decidí romperme entera. Ir hasta el fondo. Tenía que romper lo que quedaba para arrancar de cero. De cero. Mi meta fue ese puto cero, porque, para construir tenía que terminar de destruir. No quería ver ni el barro que había quedado. El tiempo paso y las cosas que quedaban se siguieron rompiendo. Había un mar adentro de mi cuerpo y no me dió tregua.
Todo se hizo polvo.
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