Se acomodó en la mugre. Aprendió a lamer sus propias heridas. En nombre de amor, aguanto lo inaguantable. Se perdió tanto de sí misma que le costó años querer encontrarse (y no está segura de si todavía quiere).
Siempre pensó que resistir era parte del acuerdo. Se privó, con la boca tapada y el corazón despedazado, de ser mirada. Deseada. Cuidada. De a poco, terminó creyendo que ser infeliz era parte del paisaje.
Tanto se había acomodado en el desprecio, que salirse de ahí le resultaba imposible. Impensado. No podía. No quería. Que se yo. No se animaba (ni se va a animar).
Creía en los fantasmas. Se convencía de que los amores muertos un día resucitaban. Entonces esperaba ese día que nunca llegaba. Se acomodó hasta cansarse. Hasta que empezó a dolerle la postura de su risa inventada. Le dolían el cuerpo y la espera. Su propia mentira. Las fotos impostadas. Ya no encontraba cómo ponerse. Dónde ubicarse. Dónde esconderse.
Estaba cansada y se le gastó la cara. Se le gastó el tiempo. Se le gastó la mirada. Estaba vaciada. No tenía más nada para dar. Lo había dado todo. Se había dado a sí misma hasta reventar y dejar que le explotara la verdad en la cara.
No daba más. No podía más. La opresión en el pecho, de sentir su alma despedazada, la obligó a tirar los remos. Se desacomodó como pudo y no le quedó otra que abandonar el barco. El fin de la vida como la había conocido.
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